Hace ahora 79 años llegaba a su fin en España el año 1936. Muchos murieron aquel año, entre ellos el poeta Federico García Lorca, una de las voces más singulares y poderosas que ha dado la poesía en español. Y mucho se ha escrito ya de las penosas circunstancias de su muerte, que le llegó recién cumplidos los 38 años. Estaba por regalarnos sus mejores libros, y es que por aquellos días él mismo se veía como un escritor en formación: “Yo no he alcanzado un plano de madurez aún... Me considero todavía un auténtico novel. Estoy aprendiendo a manejarme en mi oficio… Hay que ascender por peldaños... Lo contrario es pedir a mi naturaleza y a mi desarrollo espiritual y mental lo que ningún autor da hasta mucho más tarde... Mi obra apenas está comenzada”[1]. Recién comenzada y todo su obra es vasta y luminosa. Y de ella quiero hablarles hoy, si me lo permiten, de los libros y del espíritu del andaluz cósmico nacido en Granada en 1898, la experiencia literaria más deliciosa de muchos lectores, entre los que me incluyo.
No puedo recordar cuándo fue la primera vez que leí un poema de Federico, creo que entonces ni siquiera me habían salido los dientes. Supongo que todo empezó con aquel pequeño volumen de Canciones y poemas para niños de la colección Labor Bolsillo Juvenil. La lectura de según qué libros del autor entraña cierta dificultad, incluso para un público adulto, pero una gran parte de su obra es accesible para lectores de todas las edades. Aquellos primeros poemas que leí de Lorca siendo, ya digo, muy pequeña, me nutrieron como si estuvieran hechos de pan. Agradezco a Labor que pusiera en el mercado la edición tanto como agradezco a mis padres que la compraran. En la portada, un insecto de cuernos morados y panza amarilla a lunares verdes sostiene con una de sus cuatro patas rojas una fragante flor. Intuyo que no fui la única niña ni el único niño que se los tragó de un bocado: “El lagarto está llorando. / La lagarta está llorando. // El lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos. // Han perdido sin querer / su anillo de desposados.”[2] Tal vez un niño no conozca el significado del verbo desposar, pero sabe mucho de lagartos y de lágrimas. Y para qué necesita un niño entender los versos que siguen, si puede simplemente merendárselos: “Un cielo grande y sin gente / monta en su globo a los pájaros. // El sol, capitán redondo, / lleva un chaleco de raso”[3]. El lagarto, la lagarta y el sol con su chaleco lloran tan maravillosamente bien en las ilustraciones de Daniel Zarza (Premio Nacional de Ilustraciones Lazarillo en 1964 y hoy catedrático de urbanismo, responsable de diversos planes generales de urbanismo) que a los pequeños no les queda duda de lo interesantísimo de la escena.
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Ana RamosCórdoba (1979). Escritora. Me gusta el campo y me gusta el Universo. Categories
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